Una escena común es ver pequeños peleando por el mismo juguete y al mismo tiempo escuchar a los padres «Comparte, no seas envidioso» y «Dáselo no es tuyo». Muchas veces ante estas situaciones pensamos que nuestro hijo es envidioso, sin embargo pocas veces nos detenemos a pensar cuál sería nuestro comportamiento si en lugar de niños se tratara de dos adultos los que discuten por una situación.
Aquí les dejo un fragmento del libro Bésame Mucho de Carlos González que ejemplifica esta situación.
Su hijo es generoso
No hace mucho una madre, preocupada, me preguntaba cuándo dejaría su hija de año y medio de ser tan egoísta; cuándo aprendería a compartir.
¿Por qué el aprender a compartir obsesiona tanto a algunos padres y educadores? ¿De qué les va a servir a los niños aprender una cosa así?
Los adultos no compartimos casi nada.
Un ejemplo. Isabel, no llega a dos añitos, juega en el parque con su cubo, su
palita y su pelota, bajo la atenta y cariñosa mirada de mamá. Claro, como le
faltan manos, en ese
momento sólo la pala está bajo su posesión directa, y el cubo y la pelota yacen
a cierta distancia.
Se acerca un niño desconocido, más o menos del mismo tamaño, se sienta al lado de Isabel y sin mediar palabra agarra la pelota. Isabel llevaba diez minutos sin hacer ningún caso de la pelota, y en un principio sigue tan tranquila dando golpes en el suelo con su pala.
¿Tan tranquila? Un observador atento habrá notado que los golpes son un poco más fuertes, y que Isabel vigila la pelota por el rabillo del ojo. El recién llegado, por su parte, parece plenamente consciente de que pisa terreno resbaladizo; aparta la pelota, observa el efecto, la vuelve a acercar… Para que no haya lugar a malentendidos, Isabel advierte: «¡É mía!»; y al poco se cree obligada a especificar: «¡Pelota é mía!»
El intruso, que aparentemente todavía no domina las frases de tres palabras (o tal vez, simplemente, prefiere no comprometerse), se limita a repetir: «¡Pelota, peloooota, pota!»
Temerosa sin duda de que estas palabras equivalgan a una
reclamación de propiedad, Isabel decide recuperar la plena posesión de su
pelotita verde. El intruso no ofrece demasiada resistencia, pero en un descuido
logra hacerse con el cubo.
Isabel juega unos minutos, satisfecha con la pelota recién recuperada, pero de
pronto parece inquieta. ¿Y el cubo? ¡Pero a dónde vamos a llegar!
Y así podemos pasar media tarde. Unas veces, Isabel cederá de buen grado, durante unos minutos, el disfrute de alguna de sus posesiones. Otras veces lo tolerará de mal grado.
Otras no lo tolerará en absoluto. En ocasiones, ella misma ofrecerá al otro niño su propia pala a cambio de su propio cubo.
Puede haber algunos llantos y gritos por ambas partes; pero, en todo caso, es probable que su nuevo «amigo» consiga bastantes minutos de juego relativamente pacífico.
Es muy posible también que ambas madres intervengan. Y aquí se produce un hecho que nunca deja de sorprenderme:
en vez de defender como una leona a su cría, cada madre se pone de parte del otro niño. «Venga, Isabel, déjale la pala a este niño. » «Vamos, Pedrito, devuélvele a esta niña su pala. »
En el mejor de los casos, la cosa quedará en suaves exhortaciones; pero no pocas veces las madres compiten en una loca carrera de generosidad (¡qué fácil es ser generoso con la pala de otro!): «¡Ya está bien, Isabel, si te vas a portar así, mamá se enfada!» «¡Pedrito, pide perdón ahora mismo, o nos vamos!» «¡Déjelo, señora, que juegue, que juegue con la pala!
Es que esta niña es una egoísta… » «¡Uy, pues el mío es tremendo! Tengo que estar todo el día detrás, porque siempre está chinchando a otros niños y quitándoles las cosas… » Y así acaban los dos castigados, como pequeños países en conflicto que podrían haber llegado fácilmente a un acuerdo amistoso si no hubieran intervenido las dos superpotencias.
Escenas como ésta, mil veces repetidas, hacen que a veces consideremos egoístas a nuestros hijos. Nosotros compartiríamos sin dudarlo una pala de plástico y una pelota de goma.
Pero, ¿realmente somos más generosos que ellos, o es que los juguetes nos traen sin cuidado?
Es preciso poner las cosas en perspectiva. Imagine que es usted la que está sentada en un banco del parque escuchando música. A su lado, sobre el banco, su bolso sobre un periódico doblado. En esto se acerca un desconocido, se sienta a su lado y sin mediar palabra se pone a leer su periódico.
Poco después deja el periódico (¡abierto y tirado por el
suelo!), coge su bolso, lo abre, examina su interior… ¿Sabría usted
compartir? ¿Cuánto tardaría en decirle cuatro frescas al desconocido, o en
agarrar el bolso y salir corriendo? Si ve pasar a lo lejos a un policía, ¿no le
llamaría? Imagine ahora que el policía se acerca y le dice:
—Ya está bien, déjale el bolso a este señor, o me enfado.
Usted perdone, caballero, es que esta mujer todavía no sabe compartir… ¿Le gusta el teléfono móvil? Llame, llame a donde quiera… ¡Tú calla, mujer, como sigas protestando te vas a enterar!
Nuestra disposición a compartir depende de tres factores:
Qué prestarnos, a quién y durante cuánto tiempo. A un compañero de trabajo le
podemos prestar un libro durante semanas, pero nos molesta que un desconocido
nos toque el periódico sin pedir permiso. Sólo a un amigo del alma o a un
pariente le prestaríamos nuestro coche para ir a dar una vuelta.
Un niño pequeño tiene pocas posesiones, y un cubo, una pala o una pelota son tan importantes para él como para nosotros un bolso, un ordenador o una moto. El tiempo se le hace largo, y prestar un juguete durante unos minutos le resulta tan difícil como a su padre prestar el coche durante unos días. Y también distingue entre amigos y desconocidos, aunque no nos demos cuenta.
Por ejemplo, ¿cuál de estas dos frases usaría la mamá de Isabel para resumir las historias arriba explicadas?:
- a) Mientras Isabel estaba jugando en la arena con un amiguito, un desconocido me cogió el periódico y casi me quita el bolso, ¡qué susto!
- b) Mientras yo jugaba con un amigo a pasarnos el bolso, un desconocido intentó quitarle la pelota a Isabel, ¡qué susto!
Claro, desde el punto de vista de un adulto, cualquier niño de dos años, indefenso y desvalido, es un «amiguito». Pero cuando mides menos de un metro, un niño de dos años es un desconocido, y puede que incluso un «individuo con sospechosas intenciones».
Un ejemplo final: Enrique, de veinticinco años, no sabiendo cómo calmar el llanto de su hijo Quique, de ocho meses, usa las llaves del coche como sonajero. Quique agarra las llaves, las menea, las mira, las vuelve a menear. Una niña de unos seis años se acerca y le hace monerías: «Uy, qué guapo ¿Cómo se llama? ¿Cuántos meses tiene? (es una de esas niñas precoces). Mi primo Antonio también tiene ocho meses, hoy no ha venido porque está con otitis. » «Hooola, Quiiique ¡Qué llaves más chulas! ¿Me las das? Toma, te las cambio por la pelota.»
Enrique padre está encantado con la nueva amiguita de su hijo, hasta que la niña sale corriendo con las llaves, dejando la pelota como justo pago. ¿Cuántas décimas de segundo cree que tardará Enrique en salir detrás para recuperar las llaves? Quique ha compartido, pero su padre no está dispuesto a hacerlo.
En comparación, nuestros hijos son mucho más generosos que nosotros.